La teoría del libre mercado incita a la competición y la “supervivencia del más fuerte”. Por esa razón, esta teoría también sugiere que si todos perseguimos nuestros deseos y nuestras metas individuales, terminaremos consiguiéndolos y todo el mundo se beneficiará.
Esto es cierto en parte, ya que esta proposición no tiene en cuenta los posibles efectos negativos de nuestras acciones sobre los demás.
Volvamos al ejemplo del coche. Si quieres comprar un coche, se supone que el mercado te ofrecerá lo que quieras por un precio justo y, al mismo tiempo, el vendedor también saldrá beneficiado de la operación.
Sin embargo, hay costes a nivel social que no son tan fáciles de calcular y que tampoco se reflejan en el precio de venta.
Si por ejemplo valoras mucho más el aire limpio y el transporte público que un coche privado, es probable que sientas que no has conseguido lo que querías cuando estés en un atasco lleno de contaminación de camino al trabajo.
Pero ¿cómo podemos contabilizar esto? Una posible solución sería que el gobierno sancionase conductas o actividades que se considerasen dañinas para el medio ambiente y para la sociedad en general.
Un ejemplo de esto se sitúa en Londres. Aquí se introdujo un impuesto por congestión del tráfico con la intención de que la gente no utilice el coche en distancias cortas. Desde que se sanciona por un uso excesivo de los coches, la gente ha comenzado a utilizar más otros medios de transporte más limpios como la bicicleta.
Ahora la cuestión es: ¿dónde está el límite? ¿Qué conductas se pueden sancionar con impuestos y cuáles no? ¿Estaría bien sancionar a aquellas personas que hablen más alto de la cuenta en lugares públicos porque molestan a los demás?
Los gobiernos tienen que enfrentarse a este tipo de dilemas día a día. Sin embargo, tratar de ajustar la situación para que todos salgan beneficiados merece la pena, ya que se podrá hacer del mundo un lugar mejor.